lunes, 7 de diciembre de 2009

El soldado


El sonido de los aceros entre chocando y el crujido de los miembros al ser seccionados, el olor a sangre y azufre, el sabor y ligero cosquilleo del miedo.
Miro a los ojos a mi enemigo.
Estoy sobre los cadáveres de hermanos y enemigos, ahora no son nada, solo un mar de sangre y agonía.

Su espada choca contra la mía.
Puedo ver sus ojos enrojecidos.
¿Por la sed de sangre, por dolor al haber perdido a un compañero? Lo ignoro.

Nuestras espadas empiezan a bailar al ritmo de la melodía que crean los jadeos, los llantos y los lamentos.

Siento frío en el pecho.
Sus manos empiezan a teñirse de rojo ardiente, de mi sangre.

Ahora solo tengo ganas de descansar y volver a su lado, cierro los ojos.

Su rostro dibujado por los dioses en los que creo, sus labios apetecibles, tan rojos, que te hacen desear morderlos, su piel suave al tacto, su perfume, el perfume que inundaba nuestro lecho cada mañana.

Ella…
Abro de nuevo lo ojos, con una fuerza titánica.
Secciono los brazos que sujetan la espada clavada en mi pecho.
Su sangre me baña.
Aún con su rostro arrugado por el dolor, mi espada no tiembla al cortar su cuello.

Y alzando mi espada al cielo rujo:
- Luchad por aquello que habéis perdido y por aquello que teméis perder.
Entonces caigo, volviéndome una gota más en el mar carmesí.

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